Por lo general, la gran mayoría de la gente elige ─elegimos─ mirar para otro lado, pero eso no arregla el que el ambiente de la vida pública española está deviniendo inasumible. Y lo digo y pienso en general, no solo referido a la clase política que anda en el candelero en estos días. ¿se puede ensalzar a un político por presentar su dimisión al descubrirse un título universitario falsificado? El mundo del revés.
Ya es imposible tapar tanta basura como se desvela a diario llegando al conocimiento público por todos los medios que, por mucho que lo intenten, son incontrolables dada la difusión de las redes sociales a través de internet. Antaño se podía poner ciertas puertas al campo, pero hogaño poner ventanas al cielo resulta ya casi imposible.
Unos y otros ya nos resultan infumables a la ciudadanía de a pie. Pero el problema, con ser grave, es otro, mucho más preocupante a mi entender.
La localidad en la que residía de pequeño y adolescente distaba una cincuentena de kilómetros de una gran capital española. En verano de los años sesenta del siglo pasado, siglo XX, la época veraniega conllevaba un aumento de la población de diez mil a cincuenta mil habitantes. Numerosas viviendas y chalets eran utilizados durante la época estival por familias cuyas madres por lo general no trabajaban y los padres iban y venían a su trabajo en la capital. Eran los conocidos como «los veraneantes». Siempre había sus más y sus menos entre los «veraneantes» y los «locales» pero dentro de una tolerancia general. El aumento de población suponía unos ingresos extra para muchos de los comercios locales. En mi caso, un par de veranos ayudé ─con una pequeña remuneración─ a un panadero local a repartir las barras de pan por los chalets y en otro par de veranos colaboré con un empresario para llevar las cuentas y pedidos de su restaurante. Mi caso no era único: uno de mis amigos, Mariano, estuvo varios años empleado en un supermercado repartiendo pedidos y otro, Carlos, echaba una mano a su padre en temas de jardinería. Estos aumentos de población se dan hoy en día...
Las emociones nos llevaban a «tener entre ojos» a los veraneantes, pero los bolsillos hablaban otro lenguaje, mucho más práctico.
Por aquello de las vueltas que da la vida, en esta última etapa de mi vida me he convertido en «veraneante» en un pueblo de la costa española, en el que paso los meses de julio y agosto, amén de algunos puentes o las vacaciones de Navidad y Semana Santa. Como antaño hacían los veraneantes en mi localidad, además de pagar los impuestos correspondientes por mi vivienda, compro en los supermercados, echo gasolina en las gasolineras, repongo cosillas en la ferretería, adquiero medicamentos en la farmacia, un jardinero me echa una mano con el jardín, tomo mis aperitivos en los bares, en ocasiones voy a comer a los restaurantes, asisto a algunos actos culturales… Una vida normal como un ciudadano más. Añadiré que, en invierno, la vida local queda paralizada con muchos o casi todos los comercios y restaurantes cerrados. Como diría un castizo, «hacen el agosto» y no precisamente con las emociones de los locales sino con los dineros de los turistas, de los visitantes y seguramente también de los veraneantes.
En esta zona costera de la que hablo hay un apodo o mote para designar a los veraneantes. No lo voy a desvelar aquí para no dar pistas concretas, porque creo que este asunto es general en muchos pueblos de la geografía española. Utilizaré el vocablo de significado similar «mochufas» que inventara y pusiera de moda el escritor Santiago Lorenzo en su magnífico libro «Los asquerosos» cuya lectura recomiendo.
Aunque algún comentario no precisamente positivo respecto al tema había llegado a mis oídos, no había notado yo ─personalmente─ hasta ahora ninguna animadversión hacia los mochufas. La vida es aquí tranquila y las relaciones con los comerciantes, el camarero o el que viene a revisar la caldera o instalar la fibra son cordiales. Pero dando un paseo en solitario por las tranquilas calles del pueblo, me cruzo con un grupo de niñas, de unos ocho años, que iban cantando una canción a voz en cuello:
A los mochufas
no hay que echarlos,
hay que matarlos
Reconozco que me quedé impresionado. No creo que un niño de esa edad tenga la suficiente capacidad para calibrar el alcance de ese vocabulario. Entiendo que están repitiendo lo que han oído a personas mayores, posiblemente en sus casas. Un niño no tiene la suficiente capacidad para poner en contexto una palabra como «matarlos». Entre personas mayores podemos calibrar hasta dónde llega figurativamente lo de «matarlos». Pero… ¿un niño? Utilizar expresiones imprecisas delante de niños es un verdadero problema cuyo alcance muchas veces es imposible de medir. ¿Por qué digo esto?
Un segundo acontecimiento de corte parecido me ha disparado las alarmas. Y esta vez no ha sido en la calle, sino en casa de unos conocidos. Una niña de tan solo nueve años ha dicho, claramente y sin ambages, que «Perro Sánchez es un traidor, hay que matarle». En esta ocasión no estaba solo, sino que varios oímos la frase. No estamos hablando de niños desconocidos que van por la calle sino de uno que conocemos, así como a sus padres. ¿Se lo ha oído a ellos? ¿Lo tiene tan interiorizado como para repetirlo ante otras personas sin venir a cuento? ¡Maremía!
Creo que el odio se está instalando a marchas forzadas entre nosotros. No ya el fracaso de las relaciones internacionales con la vuelta a los enfrentamientos y guerras sino en las propias familias. El lenguaje influye en las emociones y las emociones influyen en las acciones. Si seguimos por ahí, estos niños, cuando lleguen a mayores, ejecutarán literalmente aquello que vienen oyendo y asumiendo desde su infancia. ¿Hay medicina para este odio que se manifiesta tan alegremente? Estamos en una inercia peligrosa que puede convertirse en una espiral de violencia de consecuencias ingratas para todos.
Me resulta curioso el comprobar como hoy en día la gente se deja llevar por las emociones, asumiendo ideas y tomando decisiones cuyas consecuencias afectan personal, directa e incluso negativamente a su vida diaria y futura. Los agitadores de masas ─políticos, influenciadores, contertulios, medios…─ lo saben y son verdaderos especialistas en dirigir sus mensajes a las emociones de la gente en lugar de a hechos reales y constatables. Lo de vender humo es todo un ejercicio hoy en día, con verdaderos especialistas en sus técnicas más sofisticadas.